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Morir en Nueva Orleans

17/04/2012 by Alejandra Juno

Tengo un amigo que siempre dice que quiere morir en Lisboa. Pues bueno, pues nada, el «new black» es morir en Nueva Orleans. Yo, que soy muy rock and roll, casi lo consigo. Empecemos desde el principio. Como todos ustedes saben, yo soy gallega. Los gallegos no nos andamos con tonterías y el estatuto de galleguidad no lo dan ni cuatro abuelos, ni el Rh, ni tan siquiera pagar o no pagar los impuestos. Ser gallego, queridos lectores, es un atributo directamente proporcional al roce con el marisco. Obviamente, yo siempre he hecho honor a la patria, hasta el día de una fatídica boda en la que, ay, una langosta me cogió con el pie cambiado. Decir que me sentó mal es aquí un eufemismo. Digamos que vi a una parca. Todo se derrumbó a mi alrededor. Tuve que dejar de comer centollo, nécoras, santiaguiños. Mi nacionalidad se resintió, se vio disminuida, la gente me apuntaba con el dedo por la calle y para señalar mi extranjeridad, empezaron a llamarme «la china». Así pasé unos cuantos años hasta que no pude más con el oprobio. Y con gran riesgo de morir, la muerte ya no me importaba, volví a las andadas. Breogán volvía a rugir en mis entrañas y si bien estaba contenta con ser la hija pródiga, imagínense la tensión de una alergía como el Guadiana. Para mí comer marisco es una ruleta rusa. Nunca se sabe cuándo va a sonar la flauta.

Mi primer día en Nueva Orleans directamente quemamos las naves, como si no hubiera mañana. Y para clausurar la jornada, nos metimos entre pecho y espalda un plato típico de la zona llamao «gumbo», consistente en una sopa de arroz, con vegetales y algo que parecían gambas. Huelga decir que la comida en el sur de los Estados Unidos, cómo explicarlo… vamos, que la Hell’s Kitchen está en Nueva York muy mal situada. Yo, tan gallega, todo tan cocido, todo tan a palo seco, tan sin especias ni alharacas, he contemplado la posibilidad de convertirme en comefuegos con tanto entrenamiento: el gumbo casi me mata. Pero lo peor estaba aún por llegar.

Las gambas

Las gambas

Llegamos a la casa de la amiga de mi amigo. Una casa que aquí llaman de tipo «gunshot» y en Nueva York, «railroad apartment». En resumiendo, sin el conocimiento de la novedosa tecnología del pasillo. Todas las habitaciones conectadas, a veces por grandes vanos parodiando una pared. Mi amigo Pierre y yo dormirmos en un extremo. La propietaria en el opuesto. Me meto en el lecho y me empieza a picar todo el cuerpo. Como buena representante de mi generación, me quito el muerto de encima y comienzo a repartir culpas por doquier. La versión que aplaudo más vívidamente es que la tía ésta tiene chinches en la cama. En España, lo de las chinches es una criatura mitológica, en la misma categoría de los dragones y el hombre del saco, pero en USA, en USA hay bedbugs del tamaño de las ranas. Me rasco, me rasco. Maldigo a la tía, maldigo a mi amigo por tener esta amiga. Maldigo otra vez a mi amigo por ser tan amigable. Vuelvo a maldecir a la tía. Maldigo a Bush. Maldigo a Obama. Me repaso la lista de los presidentes y cuando estoy a punto de maldecir a Nixon, de pronto, ahí lo siento. Un malestar, un malestar… Tengo que ir al baño. Lo que seguramente nadie les ha contado es que un ataque alérgico de este tipo también te pone la cabeza como un bombo, como si estuviera aún más llena de aire, y no se sabe por dónde se va. En ese momento doy gracias por la forma recta y alargada de la casa. Pero no tener que doblar esquinas no me impide ir doblándolas. Me voy dando contra todas las paredes. El baño no me hace nada. Y entiendo que el mal está dentro de mí en forma de gamba.

Vuelvo a nuestra habitación. Pierre en su camita durmiendo a pierna suelta y yo, en modo ama de casa enganchada a las píldoras, buscando y rebuscando en mi botiquín de viaje un antihistamínico que me pueda quitar un poco de angustia. Pastillas volando por el aire. Pastillas que ni sé para que sirven. Pastillas que te ha metido la abuela contra la viruela. Finalmente ahí están, los ansiados antihistaminicos. Me tomo uno con fruición y cuando ya respiro, compruebo con horror que están caducados. That’s it. Me tumbo en la cama. La cabeza me da vueltas. Sopeso la posibilidad de despertar a Pierre para que vaya a la farmacia o morir sola, en silencio, en Nueva Orleans. Me puede la literatura. Cavilo cómo dejar un bonito cadaver. Me coloco y me recoloco. No, no puedo morir ahora: tengo que volver al baño. Re-conozco las paredes. Pero, como única puerta a la derecha, a oscuras es muy difícil encontrar el baño. La habitación de la amiga de mi amigo está al fondo, separada tan sólo por una cortina. No sé cuántas veces entro en su cuarto. Creo que una por cada vez que me levanto. No sé que habrá pensado. Porque no sólo eso. A oscuras no me percato y cada vez que invado sus dominios lo hago con la cortina enrollada a la cabeza, porque obviamente no cuento con ella y no la aparto. E intentando zafarme, me enredo. Me pregunto cómo resulta que en la tierra del vudú en mitad de la noche entre en tu dormitorio una mujer testada con pañuela. Para morirse. Justo lo que estoy haciendo yo.

Pero me doy cuenta de que, con cortina y todo, yo no soy en absoluto la sacerdotisa, sino la víctima. Morir en Nueva Orleans. Entre horribles sufrimientos consigo llegar a la mañana.

Sacerdotisa vudú

Sacerdotisa vudú

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5 Comments »

  1. Carlos dice:

    No te quejes, que en España ahora nos visita la parka, y es de Zara. La crisis acaba con todo.

  2. John dice:

    Pero esto es fabuloso. Necesito más, mucho más. That is all.

  3. Don Cucufato dice:

    Inquietante relato, ritmo vívido y sensación de que sí, es más probable morir en Nueva Orleans que en Lisboa.

  4. Berenice dice:

    Morir asi, a pesar de esa gamba debe ser tan delicioso.
    Quiero ir Nueva Orleans a comer gambas.

  5. Sheila dice:

    Una vez oí que comer marisco es una osadía, nunca sabes cuando el bicho ha hecho limpieza en casa

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