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mayo, 2012

  1. Nashville en mi corazón

    mayo 10, 2012 by Alejandra Juno

    Nashville es una ciudad memorable. Imagínense mi impresión, yo que soy de Galicia, donde todas las ciudades reclaman para sí el título de «la Atenas gallega», al encontrarme en una ciudad que se llama a sí misma «la Atenas del Sur». Y ellos de verdad de la buena, porque bien que se han gastado sus dineros en construirse una réplica del Partenón a tamaño natural. A little less conversation, a little more action. Nashville es too cool. A Nashville hay que ir vestida de cowgirl. No es que la ciudad esté muy al oeste del país, pero ya sobre los cuarenta el marketing urbano adoptó la estética vaquera, porque, para qué vamos a negarlo, mola bastante. Así que, o peto vaquero, o directamente Stetson. El estampado de cuadros cualifica en ambos casos.

    De Tennessee es el whisky Jack Daniels y Nashville el centro mundial del estilo musical que conocemos como country, y que para el americano medio representa más o menos lo que para los españoles significa una cabra sobre una escalera. Lo que no es de extrañar cuando se escucha a algunos cantantes contemporáneos del género. Pero bueno, contemporáneamente, eso pasa con todo. Sin embargo, en los bares Honky-Tonk de Nashville, uno puede escuchar country de verdad. Country emparentado con el blues, con el rockabilly, con el r&b… La familia de la música americana alcanza unos grados de incestuosidad sonrojantes que, oponiéndose a las leyes de Mendel, dan a luz unos híbridos maravillosos.

    Hay dos noches que no olvidaré nunca en mi vida. Una fue en Nueva Orleans. Bueno, me acabo de dar cuenta de que son tres noches. Dos en Nueva Orleans. Una, la noche en que casi morí, y otra, la noche en que pasamos horas de bar en bar escuchando blues, blues de Nueva Orleans. Bares diminutos, atestados de humo, llenos de gente moviéndose rítmicamente en gestos sincopados mientras las rasgadas voces negras nos acarician. Cada vez que me encuentro en una situación así, el demonio de la música me posee y tengo que cerrar los ojos, enfurruñar los labios y seguir el ritmo con la cabeza, chascando los dedos. No puedo asegurarlo, pero juraría que el resto de la gente también tiene los ojos cerrados.

    La tercera noche fue mi primera noche en Nashville. A mí me gusta mezclarme entre los nativos. Voy ataviada con un vestido de cuadros con vuelo, mi cazadora vaquera y mi sombrero de cowgirl. Como diría mi amiga Nanette, sólo me falta la brizna de paja en la boca. La misma situación. La Avenida Broadway está llena de bares honky-tonk donde se puede escuchar country de ese que secuestra el alma. Los músicos o bien vestidos de cowboys o de rockabillies años cincuenta. Virtuosos de los instrumentos. Esas voces que se doblan, como se dobla una nota a la guitarra. Escuchando country no necesito cerrar los ojos. Muy al contrario. Los dejo muy abiertos mientras sonrío. No me quiero perder nada. El country puede contar historias muy tristes, pero esta noche todas las canciones son una alegría para el espíritu.

    En Nashville, los hombres son especialmente atractivos. No se sabe si es por la manera en que caminan, descargando su peso sobre las caderas mientras pisan fuerte con sus botas o simplemente por una conjunción feliz de los astros. Coquetean de una manera que haría enrojecer a la propia Mae West. Les gusta ejercer de sureños. Pese a mi perfecto camuflaje lo primero que me espetan acostumbra a ser un «where are you from?». Cuando contesto que española, invariablemente responden que siempre han soñado con viajar a España. Supongo que a partir de ese momento empiezo a ser Carmen en su imaginación, pese a todos los cuadros que llevo encima. Entonces uno de los músicos baja del escenario y se acerca a mi mesa. Sin mediar palabra, coge una silla, se sienta en ella a horcajadas y me dice softly: «hello, dark hair»… Recoloco mi sombrero de cowgirl inclinándolo sobre la cara y me reclino en el asiento… Welcome to Nashville

    Mis botas están hechas para caminar

    Mis botas están hechas para caminar

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  2. Me gusta conducir

    mayo 9, 2012 by Alejandra Juno

    ¿Saben toda esa gente que dice «a mí no me llama nada la atención Estados Unidos», «no lo considero un país genuino; todo es de plástico», «me parece horrible cómo viven», «no tienen cultura»…? ¿Saben…? En fin, yo soy todo lo contrario. A mí me fascina USA. Me fascina. Acabo de volver de un road trip a través de Tennessee, incluyendo Memphis y Nashville, y qué quieren que les diga, a estas alturas podría reclamar ser la hija de Jack Kerouac y estoy segura de que pasaría el test de paternidad. Cada persona tiene su época. La mía va desde 1910 hasta 1960 y se ubica en este país. Me da igual el estado. Todos y cada uno de ellos cuentan la historia de mi mundo. Estados Unidos se construyó en esos cincuenta años y también el siglo XX occidental. Los europeos siempre nos estamos quejando de que este es un país construido para los coches, ¿no? Pues let’s drive, baby, let’s drive.

    Aunque siempre he tirado hacia el norte, ahí está toda la parafernalia de Nueva Inglaterra más Nueva York, que es mucho Nueva York, he de reconocer que mis últimas epopeyas por el sur del país están inclinando peligrosamente la balanza. Mucha gente tiene la visión de Estados Unidos como un país profundamente reprimido. En mi imaginario, USA es la nación de los rebeldes, la nación donde cada individuo tiene el derecho y el deber de luchar por su felicidad, a oponerse a todo orden establecido y que arda Roma. Y atacar la carretera es la mejor metáfora para expresar esa rebeldía. No se puede describir con palabras lo que siente dentro de un coche en USA. Las enormes autopistas de innumerables carriles, los Mustang que se apostan al lado de tu ventanilla, las inmensas planicies, los moteros adelantando con sus cazadoras de cuero bordadas al mejor estilo «americana». Los letreros de neones coronando cada carretera, los carteles verdes anunciando lugares dónde tuvieron lugar las mil y una batallas de la guerra de secesión, los letreros con forma de escudo advirtiendo de las carreteras interestatales. Y la música. Conducir en Estados Unidos tiene que estar adornado necesariamente por buen rock. Conducir en Estados Unidos requiere tener el pelo largo y un descapotable. Levantar los brazos, sentir el viento golpeándote con fuerza, y aún así ser más fuerte que él. Esa extraña combinación de naturaleza y máquina en que la que descansa todo el país. Las infinitas luces de colores recortando paisajes sobrecogedores. Me gusta conducir.

    Escucho «Love me» de Elvis, y el ritmo acompaña el atardecer mientras me encamino hacia el ocaso. Soy tan rock and roll que sólo puedo ir hacia el oeste. Treat me like a fool, Treat me mean and cruel, But love me. Break my faithful heart, Tear it all apart, But love me. Voy bailando dentro del coche «I’ve been everywhere» de Johnny Cash, poniéndome de pie. Quiero alcanzar ese sol que se me escapa. Y el americano de turno frena su paso para pararse a mí lado, me mira lateralmente, sonríe y con solo un dedo toca su Stetson para saludar. Paramos en un pueblo perdido y entramos en un local que en teoría imita un negocio hostelero de rednecks en la era post-depresión. Yo creo que en realidad es un negocio hostelero de la post-depresión frecuentado por rednecks. Los hombres visten con petos vaqueros y uno detrás de otro agarran el ala de su sombrero cuando pasan a mi lado mientras pronuncian con su acento sureño la palabra «ma’am». Pedimos tomates verdes fritos y un helado sacado de un mostrador del siglo XIX. Cuando acaba la cena, me siento en una de las mecedoras que tienen en el exterior. Llega un ángel del infierno en sus sesenta. Me mira entre irónico y enternecido cuando me ve con mi cucurucho y mi camiseta con la old glory. Y me pregunta si quiero que me saque una foto. Sí, contigo. Inmortalizamos el momento entre una española viviendo el sueño americano y un americano directamente sacado de un sueño. Y nos internamos en pequeñas carreteras comarcales cuando ya se ha hecho de noche.

    El camino es tan intrincado que algunas curvas tienen literalmente forma de espiral. Si en Galicia conducir por estos parajes se hace imposible sin pensar que de un momento a otro va a aparecer la Santa Compaña, aquí estamos esperando a que de pronto se presente el hombre del impermeable amarillo con su sierra eléctrica. Tantas y tantas películas… ¿Es una experiencia irreal, inventada? ¿Y qué? Yo lo estoy sintiendo. Lo estoy viviendo. Conducimos toda la noche entre palmas, country clásico, los pies descalzos sobre el salpicadero y la infinita carretera. Amanece. Amanece en USA un día más. Aún tanto por recorrer. Ruta 66, espérame.

    La carretera y yo

    La carretera y yo

     

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  3. Elvis is alive!

    mayo 7, 2012 by Alejandra Juno

    Acabo de volver de Graceland. No me malinterpreten. A mí siempre me ha gustado Elvis. Siempre me han gustado sus baladas, su voz aterciopelada, su innegable valor icónico. Pero yo soy una europea, y ese es el problema de la proto-virtualidad: un póster no deja de ser un póster. Y ahora he vuelto de Memphis, he vuelto de Graceland y en un par de días me he sumado a la ingente cantidad de fans que se niegan a aceptar que Elvis está muerto. No puede estar muerto. Porque si lo está, este mundo es un poco más gris, y un poco más pequeño y un mucho menos atractivo.

    Imaginaba que la casa de Elvis sería un circo ambulante lleno de personajes vestidos con su famosos «jumpsuits» recargados de metal. Imaginaba que todo sería artificial y comercial. Y lo es. Para las diferentes exhibiciones, su casa, su avión, sus coches, sus atuendos… hay que entrar siempre primero por una tienda. Y recorrer pasillos llenos de llaveros retratando un Cadillac rosa, y sus famosas gafas especialmente diseñadas para él, e incluso sus réplicas de sus «jumpsuits» por 2000, 3000 dólares. Pero, oh, es definitivamente la tierra de la gracia. El complejo entero destila el estado de gracia en el que Elvis vivió. Elvis era un genio. Elvis era único. Elvis era el Rey. Y todos y cada uno de los visitantes de su mansión, la recorren como se recorre un templo. Con devoción y sobre todo, con respeto.

    Visualmente recordado por su última etapa kitsch, Graceland atiende perfectamente a ese gusto. Salones intentando captar el estilo de Versailles, paredes decoradas con rayos, habitaciones que semejan ser una jungla. El infierno de los consultores para el fondo de armario. La casa… ¿de un niño? Sí, definitivamente la casa que todos hemos soñado de niños, en la que cada estancia invita a soñar una aventura diferente. ¿Y por qué no?  Y presidiendo, las siglas TCB, taking care of business, lo que fue el lema de Elvis durante largo tiempo. Ocupándose de las cosas, como hacen los hombres que son héroes no durante una hora, ni durante un día, sino durante toda su vida. La explícita declaración de intenciones de un adulto. El perfecto americano. Ahora entiendo la fascinación de sus compatriotas por el Rey. Elvis era el perfecto americano. El hombre que todo americano quiere ser.

    Un hombre sencillo, criado en la pobreza, sin malicia, sus años desperdiciados en Hollywood lo prueban. Generoso hasta perderse a sí mismo. Un hombre que desde niño sueña con ser «algo más». Y que cuando tiene la oportunidad decora su casa como un parque de atracciones, totalmente ajeno a la dictadura de lo que «debe ser», atendiendo a lo que «debiera ser»: simplemente haciendo realidad lo que sueña. Y si soñó mover su pelvis como nunca nadie la había movido antes, jamás hubiera hecho lo que años después hizo Michael Jackson porque «su madre no lo hubiera aprobado». Esa mezcla fascinante e inagotable entre la ambición y la inocencia que caracteriza a los estadounidenses. La creencia absoluta en que se puede alcanzar la luna simplemente alargando los brazos.

    La imagen de un hombre que desde el suelo se proyecta al infinito. Que rompe con lo establecido pero no hasta el punto cruel de hacernos creer que lo que hasta el momento ha sido nuestro mundo no ha merecido la pena. Funcionando como nexo entre un pasado que recordarnos con una sonrisa y un futuro que imaginamos con un escalofrío de placer. Y su música. Lo sofisticada y contemporánea que todavía suena su música. La increíble combinación del country, gospel, soul… La cadencia hipnótica del blues de doce compases, su voz irreal, su presencia absolutamente magnética en el escenario. Magnética. Su contribución innegable a nuestro siglo XX. Ni que decir tiene que fue Elvis y su híbrida obra los que dieron el pistoletazo de salida para el movimiento de los derechos civiles en USA. Y en cierta manera el hombre que alentó la actual liberación sexual de la mujer occidental. Nunca he sido una mitómana, siempre he tenido muy clara la diferencia entre la persona y el personaje. Pero Graceland no sólo deja claro el artista inconmensurable que Elvis fue. También deja entrever una persona a la que todos hubiéramos querido conocer. Ese «next door boy» que nos roba el corazón con su encanto inacabable. Que sin proponérselo, cambia el mundo, sólo siendo quien es. Ese tipo de ser humano tocado por completo por la gracia y no sólo su guitarra. Y aceptar que una persona así ya no existe, es triste. Triste incluso en la distancia. Porque realmente necesitamos seres como él. Seres que hagan más hermosa nuestra existencia.

    John Lennon dijo que antes de Elvis no había nada. Nuestra vida empieza con Elvis. Empieza con un flequillo rebelde, con una sonrisa ladeada, con un requiebro travieso de cadera. Elvis es la cara visible de la auténtica democracia. Nos hizo saber que las estrellas también existen en la tierra. Nos hizo creer que todos y cada uno de nosotros también podríamos vivir nuestra vida como una rock star. Maybe he has left the building but the King is still alive.

    Elvis vive

    Elvis vive

     

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