Nashville es una ciudad memorable. Imagínense mi impresión, yo que soy de Galicia, donde todas las ciudades reclaman para sí el título de «la Atenas gallega», al encontrarme en una ciudad que se llama a sí misma «la Atenas del Sur». Y ellos de verdad de la buena, porque bien que se han gastado sus dineros en construirse una réplica del Partenón a tamaño natural. A little less conversation, a little more action. Nashville es too cool. A Nashville hay que ir vestida de cowgirl. No es que la ciudad esté muy al oeste del país, pero ya sobre los cuarenta el marketing urbano adoptó la estética vaquera, porque, para qué vamos a negarlo, mola bastante. Así que, o peto vaquero, o directamente Stetson. El estampado de cuadros cualifica en ambos casos.
De Tennessee es el whisky Jack Daniels y Nashville el centro mundial del estilo musical que conocemos como country, y que para el americano medio representa más o menos lo que para los españoles significa una cabra sobre una escalera. Lo que no es de extrañar cuando se escucha a algunos cantantes contemporáneos del género. Pero bueno, contemporáneamente, eso pasa con todo. Sin embargo, en los bares Honky-Tonk de Nashville, uno puede escuchar country de verdad. Country emparentado con el blues, con el rockabilly, con el r&b… La familia de la música americana alcanza unos grados de incestuosidad sonrojantes que, oponiéndose a las leyes de Mendel, dan a luz unos híbridos maravillosos.
Hay dos noches que no olvidaré nunca en mi vida. Una fue en Nueva Orleans. Bueno, me acabo de dar cuenta de que son tres noches. Dos en Nueva Orleans. Una, la noche en que casi morí, y otra, la noche en que pasamos horas de bar en bar escuchando blues, blues de Nueva Orleans. Bares diminutos, atestados de humo, llenos de gente moviéndose rítmicamente en gestos sincopados mientras las rasgadas voces negras nos acarician. Cada vez que me encuentro en una situación así, el demonio de la música me posee y tengo que cerrar los ojos, enfurruñar los labios y seguir el ritmo con la cabeza, chascando los dedos. No puedo asegurarlo, pero juraría que el resto de la gente también tiene los ojos cerrados.
La tercera noche fue mi primera noche en Nashville. A mí me gusta mezclarme entre los nativos. Voy ataviada con un vestido de cuadros con vuelo, mi cazadora vaquera y mi sombrero de cowgirl. Como diría mi amiga Nanette, sólo me falta la brizna de paja en la boca. La misma situación. La Avenida Broadway está llena de bares honky-tonk donde se puede escuchar country de ese que secuestra el alma. Los músicos o bien vestidos de cowboys o de rockabillies años cincuenta. Virtuosos de los instrumentos. Esas voces que se doblan, como se dobla una nota a la guitarra. Escuchando country no necesito cerrar los ojos. Muy al contrario. Los dejo muy abiertos mientras sonrío. No me quiero perder nada. El country puede contar historias muy tristes, pero esta noche todas las canciones son una alegría para el espíritu.
En Nashville, los hombres son especialmente atractivos. No se sabe si es por la manera en que caminan, descargando su peso sobre las caderas mientras pisan fuerte con sus botas o simplemente por una conjunción feliz de los astros. Coquetean de una manera que haría enrojecer a la propia Mae West. Les gusta ejercer de sureños. Pese a mi perfecto camuflaje lo primero que me espetan acostumbra a ser un «where are you from?». Cuando contesto que española, invariablemente responden que siempre han soñado con viajar a España. Supongo que a partir de ese momento empiezo a ser Carmen en su imaginación, pese a todos los cuadros que llevo encima. Entonces uno de los músicos baja del escenario y se acerca a mi mesa. Sin mediar palabra, coge una silla, se sienta en ella a horcajadas y me dice softly: «hello, dark hair»… Recoloco mi sombrero de cowgirl inclinándolo sobre la cara y me reclino en el asiento… Welcome to Nashville…