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abril, 2012

  1. Para celebrar el Día Internacional del Libro

    abril 23, 2012 by Alejandra Juno

    ¿Qué hay en una hoja en blanco? ¿En un folio sin estrenar? ¿Qué hay en un bolígrafo inmóvil? ¿Y en una maquina de escribir polvorienta? ¿Qué hay en un cursor parado cuya única expresión es el parpadeo? ¿Qué hay en una mano que reposa inerte? ¿Y en un lápiz que se resiste a ser afilado? ¿Qué hay en una pluma sin tinta, en un cuaderno inmaculado, en una libreta nunca abierta…?

    El recuerdo del infierno blanco y congelado que espera sediento el aliento vital del escritor…

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  2. Morir en Atlanta

    abril 20, 2012 by Alejandra Juno

    Cuando les dije a mis amigos americanos que me encaminaba hacia el mismísimo corazón del país, ergo, el cuartel general de la Coca-Cola, para mi sorpresa ninguno de ellos lo tomó como una ofensa. Estoy en América. Estados Unidos es una país tan joven, que supongo han llegado tarde al reparto de estereotipos. Los franceses ya se habían quedado con el amor, los alemanes con la filosofía, los italianos con la belleza y los españoles con la pandereta. Ser el país de la Coca-Cola tampoco está tan mal. Al fin y al cabo, la espumosa bebida define a la perfección la época que nos ha tocado vivir. Y, qué caramba, mucha gente se queja de la falta de amor en sus vidas, a veces estamos rodeados por un feísmo insultante, muchos no se acercan a la filosofía ni con un palo largo, y definitivamente no todo el mundo tiene una pandereta. Pero, venga, en serio, ¿quién no se ha bebido alguna vez una Coca-Cola?

    El mundo de Coca-Cola

    El mundo de Coca-Cola

    Cuando era niña, una película de marcado talante lisérgico marcó mi infancia. El título, «Willy Wonka y la fábrica de chocolate», protagonizada por Gene Wilder. Posiblemente hayan visto la versión de Tim Burton, pero desde aquí recomiendo vívidamente el film de 1971. Basado en un relato de Roald Dahl, describe la experiencia de cuatro niños en la fábrica más alucinante de la historia: la fábrica de chucherías de Willy Wonka. Podría aquí emplear párrafos y párrafos analizando el estilo del escritor británico, pero dígamos únicamente que el libro está escrito en los sesenta. Y sí, en aquella época la psicotropía también alcanzó a la infancia.

    «El Mundo de Coca-Cola» está definitivamente modelado a partir del mundo de Willy Wonka. O puede que fuera al revés, no se sabe a ciencia cierta. El caso es que constituye la perfecta experiencia pop-artificial-virtual-lisérgica. Salas atestadas de colores chillones reflejando el mundo que fascinó a Warhol, con esa estética tan poco natural, tan poco modelada por el paso del tiempo, tan sólo nacida y cincelada para crear una vivencia hecha a medida. Burbujas pintadas por las paredes. Sofás de skai rojo, maniquís colocados en decorados de ultramarinos americanos de los años veinte ofreciendo el famoso refresco. Y cartas. Cuéntanos tu momento Coca-Cola. Cuando defendí mi tesis doctoral lo celebré con mis amigos bebiendo una Coca-Cola. Cuando nació mi primer hijo, brindé con una Coca-Cola. Cuando perdí mi empleo me reconfortó saber que aún tenía un atado de Coca-Colas en la nevera. Teniendo en cuenta la devoción de la cultura protestante por la palabra escrita, y teniendo aún más en cuenta otros ejemplos, como es el caso de museos de Washington, donde guardan cartas de importantes personalidades explicando lo que significó para ellos adquirir la nacionalidad estadounidense, no me digan que no tiene todo un sobrecogedor halo de LSD.

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  3. Morir en Alabama

    abril 18, 2012 by Alejandra Juno

    Me acabo de dar de cuenta de que no hay viaje en el que casi no muera, pero, queridos lectores, en conciencia les digo que creo que de todas mis posibles casi muertes hasta el momento, la de Alabama hubiera sido sin lugar a dudas la más letal. Supongo que tendré que ponerles en antecedentes. Corre por ahí el malintencionado libelo de que siempre me quedo sin gasolina, rumor que mi agente parece incapaz de contrarrestar. ¿Y por qué? ¿Porque me he quedado una vez, y quien dice una, dice cuatro, cinco veces tirada en la carretera? Mi madre va contando a quién la quiera oír que en una ocasión me quedé sin gasolina en las montañas de Asturias para dejarla allí abandonada. Pero, por favor, mamá, eso no tiene ningún sentido. ¿Cómo te iba a abandonar yo si tú viste que no tenía gasolina para salir pitando? Al caso. Lo cierto es que yo estoy siempre muy pendiente del tema del carburante, pero chico, es decir que hay que repostar e inmediatamente me veo traspapelada al Triángulo de las Bermudas. Desierto a mi alrededor.

    Viajábamos mi amigo Pierre y yo a Nueva Orleáns, doce horas enteras y verdaderas de conducción, cuando con el tanque aún a un cuarto, con la voz muy engolada, pronuncio mi famosa frase: «hay que echar gasolina». Como un clavo. Desaparecen las gasolineras de la faz de la tierra. Son las tres de la mañana y ya estamos en Alabama. Pese a que no he muerto ninguna vez, créanme si les digo que honestamente creo que no hay peor lugar para morir en el mundo occidental que Alabama. Conducimos, conducimos y nada. Apago el aire acondicionado para ahorrar unas gotitas y la aguja sigue bajando. Vemos un cartel que anuncia una gasolinera, pero cuando llegamos a la supuesta salida, allí no hay cartel ni hay nada. Y ahora déjenme que pontifique como buena europea atusándome los bigotes que cuando se trata de señalizaciones, Estados Unidos no se lleva la palma. Aquello está oscuro como una noche sin luna y sin farolas, y digo toda llena de razón que eso no puede ser la salida. Pasamos de largo. Un montón de kilómetros más y no volvemos a ver ni una sola indicación de petróleo. Empiezo a sudar en silencio. Pierre, que tiene mucha pachorra, como si no fuera con él, pero yo voy repasando mentalmente el santoral. Es Semana Santa.

    Matojos

    Matojos

     

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  4. Morir en Nueva Orleans

    abril 17, 2012 by Alejandra Juno

    Tengo un amigo que siempre dice que quiere morir en Lisboa. Pues bueno, pues nada, el «new black» es morir en Nueva Orleans. Yo, que soy muy rock and roll, casi lo consigo. Empecemos desde el principio. Como todos ustedes saben, yo soy gallega. Los gallegos no nos andamos con tonterías y el estatuto de galleguidad no lo dan ni cuatro abuelos, ni el Rh, ni tan siquiera pagar o no pagar los impuestos. Ser gallego, queridos lectores, es un atributo directamente proporcional al roce con el marisco. Obviamente, yo siempre he hecho honor a la patria, hasta el día de una fatídica boda en la que, ay, una langosta me cogió con el pie cambiado. Decir que me sentó mal es aquí un eufemismo. Digamos que vi a una parca. Todo se derrumbó a mi alrededor. Tuve que dejar de comer centollo, nécoras, santiaguiños. Mi nacionalidad se resintió, se vio disminuida, la gente me apuntaba con el dedo por la calle y para señalar mi extranjeridad, empezaron a llamarme «la china». Así pasé unos cuantos años hasta que no pude más con el oprobio. Y con gran riesgo de morir, la muerte ya no me importaba, volví a las andadas. Breogán volvía a rugir en mis entrañas y si bien estaba contenta con ser la hija pródiga, imagínense la tensión de una alergía como el Guadiana. Para mí comer marisco es una ruleta rusa. Nunca se sabe cuándo va a sonar la flauta.

    Mi primer día en Nueva Orleans directamente quemamos las naves, como si no hubiera mañana. Y para clausurar la jornada, nos metimos entre pecho y espalda un plato típico de la zona llamao «gumbo», consistente en una sopa de arroz, con vegetales y algo que parecían gambas. Huelga decir que la comida en el sur de los Estados Unidos, cómo explicarlo… vamos, que la Hell’s Kitchen está en Nueva York muy mal situada. Yo, tan gallega, todo tan cocido, todo tan a palo seco, tan sin especias ni alharacas, he contemplado la posibilidad de convertirme en comefuegos con tanto entrenamiento: el gumbo casi me mata. Pero lo peor estaba aún por llegar.

    Las gambas

    Las gambas

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