Cuando les dije a mis amigos americanos que me encaminaba hacia el mismísimo corazón del país, ergo, el cuartel general de la Coca-Cola, para mi sorpresa ninguno de ellos lo tomó como una ofensa. Estoy en América. Estados Unidos es una país tan joven, que supongo han llegado tarde al reparto de estereotipos. Los franceses ya se habían quedado con el amor, los alemanes con la filosofía, los italianos con la belleza y los españoles con la pandereta. Ser el país de la Coca-Cola tampoco está tan mal. Al fin y al cabo, la espumosa bebida define a la perfección la época que nos ha tocado vivir. Y, qué caramba, mucha gente se queja de la falta de amor en sus vidas, a veces estamos rodeados por un feísmo insultante, muchos no se acercan a la filosofía ni con un palo largo, y definitivamente no todo el mundo tiene una pandereta. Pero, venga, en serio, ¿quién no se ha bebido alguna vez una Coca-Cola?
Cuando era niña, una película de marcado talante lisérgico marcó mi infancia. El título, «Willy Wonka y la fábrica de chocolate», protagonizada por Gene Wilder. Posiblemente hayan visto la versión de Tim Burton, pero desde aquí recomiendo vívidamente el film de 1971. Basado en un relato de Roald Dahl, describe la experiencia de cuatro niños en la fábrica más alucinante de la historia: la fábrica de chucherías de Willy Wonka. Podría aquí emplear párrafos y párrafos analizando el estilo del escritor británico, pero dígamos únicamente que el libro está escrito en los sesenta. Y sí, en aquella época la psicotropía también alcanzó a la infancia.
«El Mundo de Coca-Cola» está definitivamente modelado a partir del mundo de Willy Wonka. O puede que fuera al revés, no se sabe a ciencia cierta. El caso es que constituye la perfecta experiencia pop-artificial-virtual-lisérgica. Salas atestadas de colores chillones reflejando el mundo que fascinó a Warhol, con esa estética tan poco natural, tan poco modelada por el paso del tiempo, tan sólo nacida y cincelada para crear una vivencia hecha a medida. Burbujas pintadas por las paredes. Sofás de skai rojo, maniquís colocados en decorados de ultramarinos americanos de los años veinte ofreciendo el famoso refresco. Y cartas. Cuéntanos tu momento Coca-Cola. Cuando defendí mi tesis doctoral lo celebré con mis amigos bebiendo una Coca-Cola. Cuando nació mi primer hijo, brindé con una Coca-Cola. Cuando perdí mi empleo me reconfortó saber que aún tenía un atado de Coca-Colas en la nevera. Teniendo en cuenta la devoción de la cultura protestante por la palabra escrita, y teniendo aún más en cuenta otros ejemplos, como es el caso de museos de Washington, donde guardan cartas de importantes personalidades explicando lo que significó para ellos adquirir la nacionalidad estadounidense, no me digan que no tiene todo un sobrecogedor halo de LSD.