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Morir en Atlanta

20/04/2012 by Alejandra Juno

Cuando les dije a mis amigos americanos que me encaminaba hacia el mismísimo corazón del país, ergo, el cuartel general de la Coca-Cola, para mi sorpresa ninguno de ellos lo tomó como una ofensa. Estoy en América. Estados Unidos es una país tan joven, que supongo han llegado tarde al reparto de estereotipos. Los franceses ya se habían quedado con el amor, los alemanes con la filosofía, los italianos con la belleza y los españoles con la pandereta. Ser el país de la Coca-Cola tampoco está tan mal. Al fin y al cabo, la espumosa bebida define a la perfección la época que nos ha tocado vivir. Y, qué caramba, mucha gente se queja de la falta de amor en sus vidas, a veces estamos rodeados por un feísmo insultante, muchos no se acercan a la filosofía ni con un palo largo, y definitivamente no todo el mundo tiene una pandereta. Pero, venga, en serio, ¿quién no se ha bebido alguna vez una Coca-Cola?

El mundo de Coca-Cola

El mundo de Coca-Cola

Cuando era niña, una película de marcado talante lisérgico marcó mi infancia. El título, «Willy Wonka y la fábrica de chocolate», protagonizada por Gene Wilder. Posiblemente hayan visto la versión de Tim Burton, pero desde aquí recomiendo vívidamente el film de 1971. Basado en un relato de Roald Dahl, describe la experiencia de cuatro niños en la fábrica más alucinante de la historia: la fábrica de chucherías de Willy Wonka. Podría aquí emplear párrafos y párrafos analizando el estilo del escritor británico, pero dígamos únicamente que el libro está escrito en los sesenta. Y sí, en aquella época la psicotropía también alcanzó a la infancia.

«El Mundo de Coca-Cola» está definitivamente modelado a partir del mundo de Willy Wonka. O puede que fuera al revés, no se sabe a ciencia cierta. El caso es que constituye la perfecta experiencia pop-artificial-virtual-lisérgica. Salas atestadas de colores chillones reflejando el mundo que fascinó a Warhol, con esa estética tan poco natural, tan poco modelada por el paso del tiempo, tan sólo nacida y cincelada para crear una vivencia hecha a medida. Burbujas pintadas por las paredes. Sofás de skai rojo, maniquís colocados en decorados de ultramarinos americanos de los años veinte ofreciendo el famoso refresco. Y cartas. Cuéntanos tu momento Coca-Cola. Cuando defendí mi tesis doctoral lo celebré con mis amigos bebiendo una Coca-Cola. Cuando nació mi primer hijo, brindé con una Coca-Cola. Cuando perdí mi empleo me reconfortó saber que aún tenía un atado de Coca-Colas en la nevera. Teniendo en cuenta la devoción de la cultura protestante por la palabra escrita, y teniendo aún más en cuenta otros ejemplos, como es el caso de museos de Washington, donde guardan cartas de importantes personalidades explicando lo que significó para ellos adquirir la nacionalidad estadounidense, no me digan que no tiene todo un sobrecogedor halo de LSD.

Yo no sabría definir ningún momento Coca-Cola. He bebido muchas Coca-Colas en mi vida, pero no puedo relacionar la ingesta con ningún recuerdo emotivo. Pero no, no crean que va a ser este un párrafo de crítica. No tengo nada negativo que decir sobre el hecho de que la Coca-Cola haya estado presente en tantas vidas. Muy al contrario, ese dato no hace más que aumentar mi sorpresa y mi fascinación ante el mundo tan de película, tan de anuncio en el que vivimos. Un mundo absolutamente interpretado por las construcciones culturales. Un mundo que ya sólo sabemos descodificar si lo hemos visto antes en la televisión o en una revista. Y no, no crean que es cosa de los americanos. Cervantes escribió todo un libro explicando el fenómeno que popularmente conocemos como «El Quijote». Un mundo que posiblemente ya nunca volverá a ser inmediato, sino eternamente mediatizado.

Si los franceses se quedaron con el amor, la Coca-Cola se ha quedado definitivamente con la felicidad. No es sólo su «chispa de la vida» o su Instituto de la Felicidad, dedicado a promover investigaciones sobre la misma. Es toda esa retórica sobre la que el propio producto se sustenta. Cuando se llega a «el mundo de Coca-Cola», la primera experiencia es una película. Una película animada en la que se explican las claves de la felicidad. ¿Y saben qué? No había mucha diferencia entre lo que allí se decía y las enseñanzas del Dalai Lama. O al menos, entre lo que allí se decía y la versión hedonista yippi-yippi-yay del Budismo que consumimos en Occidente. Vive el momento, acumula experiencias y no bienes materiales, cultiva la amistad, disfruta los pequeños detalles. Hagan el esfuerzo de imaginarme a mí, atrapada en la mente de Hunter S. Thompson, viendo cómo ante mis ojos el más puro capitalismo, el new age y la izquierda más socializada se atraían mutuamente, en modo agujero negro implosionando en un combo de anti-materia que conocemos como posmodernismo. Ya no hay reglas. Qué detalle más pequeño que una Coca-Cola, qué más disfrute del momento que beberse un refresco, que experiencia menos acumulable a nivel material que sentir las burbujas en tu boca. Habrá quien responda aquí que «comprar» una Coca-Cola no puede significar felicidad, pero, ¿en serio alguien va a negar que a veces un refresco constituye una pequeña dosis de placer? Y si esto es verdad, ¿cuál es la alternativa? ¿Fabricar nosotros mismos nuestros propios refrescos? ¿Es una necesidad inventada? Todas las necesidades puramente humanas lo son.

Yo sé que están ustedes aquí para saber del momento en que casi morí, así que déjenme que les diga que primero casi me morí de la vergüenza. No les he mencionado que el hilo temático del tour está basado en el supuesto secreto de la fórmula de Coca-Cola. Me colocan enfrente de una pantalla donde puedo ver una sala con cuatro cajas fuertes. Estoy en un grupo de cuatro personas. Los otros tres seres humanos que me acompañan son tres niños de edades comprendidas entre los tres y los cinco años. Una cámara nos sitúa en la pantalla y registra nuestros movimientos. Tenemos que abrir las cuatro cajas fuertes para poder pasar a la siguiente sala. Y allí me tienen a mí, moviendo las manos en el aire en modo Chaplin en «Tiempos Modernos», intentando abrir la que me ha tocado en suerte. Por supuesto, los niños acaban en un abrir y cerrar de ojos y yo no me aclaro con la combinación. La puerta no se abre. Meneo las manos, meneo las manos frenéticamente mientras me voy poniendo colorada. El resto de los grupos empieza a acumularse a mis espaldas. Y sí, los tres niños, los tres niños de edades comprendidas entre tres y cinco años comienzan a mirarme mal. La encargada se apiada de mí y me echa un cable con la virtualidad. Yo es que soy más horchata.

Pero mi muerte, mi auténtica muerte en Atlanta, de haber acontecido, hubiera sido como la muerte del gato. La Coca-Cola es el refresco más exitoso del mundo. De hecho dicen que desde el espacio se puede ver la muralla china… y una botella de Coca-Cola (posiblemente flotando en el océano). La marca comercializa alrededor de sesenta bebidas diferentes a lo largo y ancho del planeta, bebidas que se pueden probar en la última sala del recorrido. La mayoría de la gente prueba tres, cuatro. Pero ya saben que yo soy mucho de vivir el momento y acumular experiencias. Beberme aquellas sesenta bebidas, aunque fuera en minúsculas dosis, no sólo fue una dura prueba para mi aparato digestivo. Fue una dura prueba en general. Fueron los sesenta trabajos de Hércules. A falta de un cuestionario final, yo sólo espero que las cámaras de seguridad me hayan grabado bien en todos y cada uno de los sesenta sorbos. Nunca dejará de sorprenderme la estulta capacidad de sacrificio del ser humano. Las primeras catas recibieron un levantamiento del lado derecho del labio superior. Luego ya pasé a combinarlo con un arrugamiento de nariz. Más adelante ya apretaba los ojos y un poco después sacaba la lengua en estertor de asco. Cuando estaba por la decena de los cincuenta me retorcía en mí misma como una lombriz atestada de arsénico. En la última bebida me iba arrastrando por el suelo mientras me agarraba el estómago ante su inminente huida de mi cuerpo. Por donde fuera. ¿Soy la única persona en el mundo con el cuajo suficiente para haberse bebido esos sesenta horrores? No me extrañaría nada. No me sorprende que la Coca-Cola sea el refresco preferido de la Tierra. El resto de ellos vienen directamente del infierno.

Como compensación por haber sobrevivido, por haber burlado una vez más a la muerte, me regalaron una botella de «la chispa de la vida», que prontamente engullí para borrar el mal sabor de boca. Ya tengo mi momento de vivencia emocional asociado con el refresco. Cuando sobreviví a Atlanta, me bebí una Coca-Cola.

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3 Comments »

  1. Berenice dice:

    ¡Mejor imposible! ¡Imposible!
    Dios salve a América.
    Dios salve a la Coca-Cola.
    Pero sobre todo, Dios salve a esta escritora inconmensurable, que con su relato me ha proporcionado mi vivencia emocional Coca-Cola.
    Sigue siendo gata, que por mucho que «mueras» siempre colearás.

  2. maria dice:

    Creo que nunca podre volver a beber una Coca-cola sin partirme de risa, es genial, en
    realidad como todos los demas, Sublime.

    Maria

  3. Sheila dice:

    ¿Que fue de Cherry Coke?

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