Me acabo de dar de cuenta de que no hay viaje en el que casi no muera, pero, queridos lectores, en conciencia les digo que creo que de todas mis posibles casi muertes hasta el momento, la de Alabama hubiera sido sin lugar a dudas la más letal. Supongo que tendré que ponerles en antecedentes. Corre por ahí el malintencionado libelo de que siempre me quedo sin gasolina, rumor que mi agente parece incapaz de contrarrestar. ¿Y por qué? ¿Porque me he quedado una vez, y quien dice una, dice cuatro, cinco veces tirada en la carretera? Mi madre va contando a quién la quiera oír que en una ocasión me quedé sin gasolina en las montañas de Asturias para dejarla allí abandonada. Pero, por favor, mamá, eso no tiene ningún sentido. ¿Cómo te iba a abandonar yo si tú viste que no tenía gasolina para salir pitando? Al caso. Lo cierto es que yo estoy siempre muy pendiente del tema del carburante, pero chico, es decir que hay que repostar e inmediatamente me veo traspapelada al Triángulo de las Bermudas. Desierto a mi alrededor.
Viajábamos mi amigo Pierre y yo a Nueva Orleáns, doce horas enteras y verdaderas de conducción, cuando con el tanque aún a un cuarto, con la voz muy engolada, pronuncio mi famosa frase: «hay que echar gasolina». Como un clavo. Desaparecen las gasolineras de la faz de la tierra. Son las tres de la mañana y ya estamos en Alabama. Pese a que no he muerto ninguna vez, créanme si les digo que honestamente creo que no hay peor lugar para morir en el mundo occidental que Alabama. Conducimos, conducimos y nada. Apago el aire acondicionado para ahorrar unas gotitas y la aguja sigue bajando. Vemos un cartel que anuncia una gasolinera, pero cuando llegamos a la supuesta salida, allí no hay cartel ni hay nada. Y ahora déjenme que pontifique como buena europea atusándome los bigotes que cuando se trata de señalizaciones, Estados Unidos no se lleva la palma. Aquello está oscuro como una noche sin luna y sin farolas, y digo toda llena de razón que eso no puede ser la salida. Pasamos de largo. Un montón de kilómetros más y no volvemos a ver ni una sola indicación de petróleo. Empiezo a sudar en silencio. Pierre, que tiene mucha pachorra, como si no fuera con él, pero yo voy repasando mentalmente el santoral. Es Semana Santa.
Otra supuesta gasolinera. Esta vez decidimos que ahora o nunca y vamos a dar al fin del mundo. Una gasolinera de pacotilla, que de ser de día hubiera lucido un gasolinero apostado en una mecedora con un palillo en la boca y una escopeta en las manos. Un letrero colgante de Coca-cola chirría con el vaivén del viento. Como es de noche, allí no hay ni un alma. Bajamos del coche y lo primero que se presenta ante nuestros ojos es un gato negro. En el medio de la nada, de repente, un gato negro. Hay cuatro surtidores. Meto la tarjeta en el primero. No se ve un pimiento. Me pide el pin cuatro veces. Aquello no va. Pierre se adelanta al siguiente surtidor y parece que sí que funciona. Muevo el coche. Pero por ser canadiense, el aparato no reconoce el código postal de la tarjeta del quebecois. Meto la mía. No fuciona. Movemos el coche al tercer surtidor. Sacamos tarjetas a cascoporro. Aporreo los botones con desesperación. Finalmente muevo el coche al cuarto surtidor. Perfecto, con estos minitrayectos no se gasta nada de combustible. Y llega el momento de aceptar que estamos casi sin gasolina en la noche de Alabama. No soy lo suficientemente blanca. Y con mi suerte, si aparece un grupo de hombres ataviados con capirotes blancos, intuyo que no va a ser la Cofradía del Santo Sepulcro. Estoy negra.
Cabizbajos y meditabundos, bueno, yo cabizbaja y meditabunda, nos volvemos a meter en el coche. Pierre, como una lechuga. Decidimos que de quedarnos tirados, mejor hacerlo en una autopista. Siempre es mejor dormir en un calabozo que en la casa de Leatherface. Y ante nuestro ojos, un rayo de luz que viene del cielo y una voz: «Alejandra, ¿por qué te quedas siempre sin gasolina?». Próxima gasolinera a una milla. Salimos y esta vez ya estamos en una gasolinera menos acongojante, con su farola mortecina y sus veinte camiones de 16 ruedas cerrándonos el paso en caso de problemas. Otra vez a sacar todas las tarjetas. Aquello parece el mundial de Francia 98. Conseguimos repostar. Pero, eh, no podía ser tan fácil: también queremos «evacuar». Sin embargo, la gasolinera está cerrada, y Pierre que es muy de calma chicha, sugiere que lo hagamos al «bon savage». Llega el momento de decir que escucho motores encendidos. Esos camiones están encendidos. Encendidos. Pero una vez más, ni un alma. Yo busco un rinconzuelo que me provea de privacidad, pero ponga donde ponga el trasero, allí está la oscura cabina de un camión acechándome. Nos colocamos a ambos lados de un generador de electricidad. Sí, en estas circunstancias casi mejor morir electrocutados. Yo bato mi propio récord, no quiero morir con el culo al aire y corro como alma que lleva el diablo hacia el coche. Con medio cuerpo dentro del vehículo empiezo a gritar: ¡Pierre, Pierre! Silencio. Tampoco quiero gritar mucho. No quiero despertar a la bestia. Juraría que escucho una sierra eléctrica. Doy dos pasos hacia el generador, pero oigo claramente una puerta de camión que se abre. Doy dos pasos hacia atrás. Me meto atropelladamente en el coche. Pasa un minuto, pasan dos. Saco la cabeza por la ventanilla, vuelvo a gritar: ¡Pierre! Pero Pierre no aparece. Resplandores dentro de una de las cabinas. Es un cuchillo. Sé que es un cuchillo. No sé qué hacer, si salvar mi vida o morir como una amiga leal. Pierre no es corpulento. No tendría ninguna posibilidad. Me debato, me debato. Tengo todos los vellos del cuerpo erizados. Los ojos vidriosos. Siento frío en los ojos. Si no he abandonado a mi madre, ¿cómo voy a abandonar a Pierre? Me falta la respiración pero sé que no puedo hacer otra cosa. Tomo aire. Tomo aire varias veces. Salgo del coche como una exhalación, sin mirar hacia atrás y corro con todas mis fuerzas hacia el lado canadiense del generador, dispuesta a lo que sea. Cuando estoy a medio camino allí aparece mi amigo, muy tranquilo. Chillo: ¡corre, corre por tu vida! y salgo galopando hacia la salvación, afortunadamente sin estrellarme contra ningún obstáculo en mi huida desesperada únicamente porque, como he dicho, estamos en medio de la nada.
Ya en el coche arranco en plan Fórmula 1 y voy haciendo derrapes mientras las ruedas traseras patinan en todas direcciones. Pregunto a Pierre entre berridos que qué ha pasado. Dejo un ojo en la carretera y con el otro intento comprobar que está entero y verdadero. Entonces mi amigo me dice muy despreocupadamente que estaba esperando a que yo acabara y que no se había movido de su lado porque no quería invadir mi intimidad. Pierre es un caballero. Y yo soy una dama. Por eso nunca sabrá que aquella noche, yo salvé su vida en la noche de Alabama.
A ti te gusta la gasolina (dame más gasolina)
A mí esto me pasa mucho
Estas muertes dan la vida
Miráte a ver si vas a ser un gato