Algunos de ustedes ya conocen esta historia. Mi amigo Diego y yo íbamos a tener una cena íntima en la terraza de mi casa de Santiago, con la visión de las torres de la catedral por un lado y las de la Ciudad de la Cultura por el otro. Pero algunos de ustedes ya nos conocen a mi amigo Diego y a mí. Diego se había traído sus «tapers» preparados y en ellos una ensalada desestructurada. Lo que viene siendo la lechuga en un «taper», el tomate en otro y así sucesivamente. Andaba yo trasteando por la casa cuando de pronto desde la cocina escuché un lamento inconsolable: «Mi madre me ha hecho aquí una jugarreta…». ¿Qué pasa, qué pasa?-pregunté temiéndome lo peor. Y mi amigo Diego respondió: «Mi madre, que me cuece los huevos y no me los pela». No sé cuánto tiempo estuve riéndome. Mucho. Desde entonces aquella anécdota nos ha servido como himno de toda una generación: Incompetentes pero rencorosos.
Sé que muchos de ustedes no estarán de acuerdo conmigo. Pero es lo que tiene opinar. Sí: somos una generación de incompetentes y rencorosos. No es que no hayamos tenido estudios. Al contrario, nos defendemos en un pupitre mejor que en ninguna otra trinchera. Pero no tenemos mucha idea de qué es eso de la «universidad de la vida». Lo hemos tenido todo. Hemos crecido entre pañales, siempre se nos ha dejado elegir. Nunca se nos ha negado nada. Vamos, un poco de auto-crítica. Somos la generación más afortunada de la historia. Pero somos blanditos. Siempre prestos a la queja. Siempre llenándonos la boca con la defensa de unos supuestos derechos por los que jamás hemos tenido que luchar. Unos supuestos derechos que en realidad no lo son. Que son privilegios y no queremos darnos cuenta por no salir de nuestra torre de marfil. Que no existe el derecho a la felicidad. Sólo el intento honesto de conseguirla. Y nadie, absolutamente nadie puede garantizarnosla.
Mi amiga Cristina, como tantos otros españoles, ha hecho siempre lo que ha querido. Como yo, como posiblemente usted, querido lector. No ha tenido que continuar el negocio familiar, ha tenido la oportunidad de acceder a la universidad, ha podido controlar su vida en la medida posible que le ha permitido establecer sus lazos emocionales cuando y cómo ha querido y romperlos cuando le ha parecido bien. En definitiva, ni la historia ni la sociedad han escrito su destino, sino que ella ha sido su propia autora. Como yo, como posiblemente usted, querido lector. Los padres de mi amiga Cristina proceden de un estrato social medio-bajo. Él, mecánico, ella ama de casa. Definitivamente no pudieron elegir. Ni siquiera se planteaba esa posibilidad. La vida entonces estaba mucho más rígidamente estipulada. Había que hacer lo que había que hacer y eso fue lo que hicieron. No crecieron con «gameboys», ni pensaron nunca en que tenían que ver el mundo. Su primer coche les costó sangre, sudor y lágrimas. Posiblemente han vivido toda su vida al límite, y aún así han conseguido darles a sus hijos, todo lo necesario. Todo lo necesario de verdad.
Como tantos otros españoles, mi amiga Cristina está ahogada por la hipoteca. Como lo estuvieron en su día sus padres. Lo justo sería que todo aquello que lograron reunir con tanto sacrificio durante tantos años fuera… para ellos. Pero los padres de mi amiga Cristina han decidido emplear hasta el último euro de sus ahorros en liberar a su hija de tanto peso. Conozco muchos casos así. Nos lo han dado todo y nos lo siguen dando. Nos dieron todas las herramientas, muchas más de las que ellos jamás soñaron, y aún así siguen viniendo en nuestro socorro. Creo que son, sin lugar a dudas, nuestra mejor generación. Nunca nuestro país ha tenido una mejor gente. Han luchado contra todos los posibles elementos sin derrumbarse y aun les queda grandeza para seguir tirando del carro. Competentes y generosos. Esos son nuestros padres.
Con lo cual uno no puede dejar de preguntarse qué fue mal en el camino para que las siguientes generaciones sean el cisco que son…
Nuestros padres y, en mi caso, abuelos son ese concepto tan manido pero verdadero de esos «héroes que no salen en los libros».