No sé si empezar a ver metáforas de la vida en todos los sitios es signo equívoco de que pronto te van a dar el Nobel o de que tienes un pie en la tumba. Y sinceramente, no quiero saber la respuesta, no vaya a ser que la cosa resulte ser una metáfora de la vida en su sentido más físico. Ayer tuve la ocasión de contemplar una de las más perfectas metáforas de la vida que ha existido jamás. Una metáfora infundida de toda la gravedad, seriedad y misterio que caracteriza la existencia. Una métafora tan perfecta, que prácticamente sustituye a la vida misma: una carrera de patos de goma.
Sí, en serio; esos patos de goma de color amarillo que se utilizan en la bañera, elevados a icono pop en las manos de Epi en Barrio Sésamo. Cientos de patos de goma, ataviados con los más diferentes atuendos, abandonados a la corriente de una fuente de diseño mientras son jaleados por cientos de personas. Sería fácil decir que nosotros somos como esos patos de goma, al albur del cruel destino que son las mareas, pero optar por esta versión le quitaría toda la gracia a la cosa. No, nosotros somos nosotros, animando a nuestro pato de goma, maravilla de la creación, animándole como si nos fuera la vida en ello, cuidadosamente vestido para diferenciarlo del resto, para diferenciarlo de los otros cientos de patos de goma amarillos, alimentando la fantasía de que realmente no todo es aleatorio, de que el libre albedrío está en juego y de que cuanto más gritemos, más lejos llegaremos.
Yo también quería participar de esa ilusión, pero olvidé mi pato de goma en casa.
La vida es como un pato que va a dar al mar…
Cuando sea mayor, quiero escribir como tú.
Casi siempre somos personas, pero en muchas ocasiones somos patos de goma al albur de las aguas y sin amo que nos ponga una bufanda de colores.
Qué bien escribes, cabrona.