Finalmente fui a ver un combate de Ultimate Fighting. A un pueblo perdido no se sabe muy bien dónde. La cola, que era abundante, parecía llena de rednecks. Mucho estremecimiento: por fin nos íbamos a adentrar en la América profunda. Nadie había querido venir porque se rumoreaba que la cosa era muy desagradable. La imaginación nos volaba. Veíamos un garito apestoso, oscuro, y sangre, mucha sangre. Además luchaba un amigo de mi amiga. Teníamos una implicación emocional a priori.
Treinta dólares la entrada, por butaca general, nada de zona vip. El lugar del combate, como el hall del Hotel Plaza, sospechoso. Aún así, mucho hip-hopero atestando el local. No estaba todo perdido. Mucho tatuaje en los brazos. Brazos complemente decorados. Pendientes. Viseras con la visera plana. Viseras con la visera curva. Ropa con las señas de identidad de los amantes de las Harley-Davison. Seis o siete policías sin quitarnos ojo. Todo el mundo sentadito en su silla, con una formalidad insultante. ¿Pero esto qué es? Todo limpio, todo impoluto, la gente muy educada. Algunos atusándose los bigotes. Nosotras sin destacar en absoluto por nuestra ensayada actitud «o sea». Una honorable anciana ajusta sus indiscretos. Esto no era lo que yo tenía en mente.
Antes que nada cantamos el himno nacional. Una vergüenza. Todo el mundo se levanta y se pone la mano en el pecho, sí. Sin embargo, allí no canta nadie. Sólo yo. Pero no me sé la letra. La cosa me queda como un híbrido deforme entre gran exaltación patriótica y un grave retraso mental. Se me oye dar bien las notas pero en realidad lo que suena es nianianianiniaaaaaa. El primer combate es el de Johnny, el amigo de mi amiga. Primero sale una individua en las más pura línea white trash meneando un cartel que pone Round 1. El esperado combate dura tres minutos de reloj. Empieza bien, con los contrincantes de pie, dándose patadas y manotazos, pero a los veinte segundos se tiran al suelo y ya no se ve nada. Yo sólo alcanzo a distinguir muchos pies, muchas piernas, muchos dedos de los pies. La gente grita. Como es habitual, no tengo ni pajolera idea de las reglas ni de lo que está pasando. Cada vez que cae una bofetada yo grito “toma”, “ole tú” o “bravo”. Lo primero porque me parece improcedente, lo segundo por racial, y lo tercero por snob. Tres interjecciones que no pegan ni con cola aquí, y menos teniendo en cuenta que estamos en un país angloparlante. Pero yo soy una iconoclasta.
Acaba el combate de Johnny con él como vencedor, lo sé porque se ponen de pie, y aún quedan 17 por delante. Llegamos a la conclusión de todos los que se han rajado y no han querido venir, son unas nenazas. Nosotras queremos más. La próxima, peleas ilegales. Y en primera fila. Al rato aparece por allí Johnny y me avalanzo a apretarle la mano vendada. A medio camino me doy cuenta de que a lo mejor le duele de pegar tortas y al final me quedo en un apretón tipo “pez muerto”. Luego le espeto: “gran trabajo” y añado “yo te estaba apoyando con toda mi alma”. El tipo me mira como si fuera extraterrestre, como preguntándose “¿querrá venderme una enciclopedia?”, pero a mí no me importa, porque yo sé que en el fondo, a todo artista le encanta la adulación. En realidad casi ni vi el combate porque soy pequeñita y tengo poquita voz. Pero le estaba animando con toda mi alma. Por dentro.
Dicen que es lo más, pero yo ni vi la famosa llave del “dedo en el ojo” ni la no menos conocida “patada donde más duele”. Vamos, en realidad no vi nada. Así que en el round diez nos fuimos, porque era más de lo mismo. A mí lo que me pasa con estas cosas es que enseguida me aburro, por mal estructuradas. Por eso me gusta verlas en las películas. Porque ahí sí que tienen su principio, su nudo y su desenlace. La realidad es mucho más emocionante cuando es ficción.
Vamos, que mejor las pelis de Bruce Lee
Alucinating.
Leyéndote se van las penas