Mi comadre y yo llevamos veinte años diciéndonos la una a la otra que la vida es básicamente un examen de paciencia. O expresado en términos más prosaicos, que la vida consiste básicamente en saber esperar (o lo que es lo mismo, no desesperar en la espera). Una de nosotras lo dijo hace veinte años contemplando la inmensidad intemporal del Cañón del Colorado, y a estas alturas aún no sabemos cuál de las dos fue. Como nos hemos cansado de esperar descubrir algún día quién expreso tal inmensa verdad, lo arreglamos elegantemente cediéndonos la una a la otra el honor y así hemos zanjado el asunto, aniquilando la espera. Lo cierto es que durante estos veinte años, cada vez que algo importante ha llegado a nuestras vidas, más tarde o más temprano una de las dos ha pronunciado la frase fatal: «la vida es básicamente un examen de paciencia».
Curiosa asignatura. No sé dónde venden los manuales al respecto, ni tampoco sé si es posible que alguien nos enseñe tan precioso conocimiento. Me inclino a creer que sólo la propia existencia va haciendo claro, día a día, que hay que saber esperar. Pero la espera es perturbadora. No consistiría en un examen si no lo fuera. Mi comadre ha decidido esperar muchas cosas. Cada día de su vida plantea una pregunta que pide ser respondida, un problema que quiere ser resuelto, un deseo que necesita ser realizado. Y cada día espera la posibilidad de pasar página, en un avance más del libro que es la propia vida.
Diversificar riesgos, lo llaman los economistas. Dividir la espera en mil pequeños detalles asegura que siempre haya una respuesta a la vuelta de la esquina. Y al mismo tiempo, fragmenta la perturbación. El caso de mi comadre es excepcional. Espera tantas cosas con tanta intensidad, que a veces ya no sabe ni lo que espera. Se hace difícil llevar el alta y la baja. El deseo se diluye, y con él, el dolor. La atención se dispersa y cuesta más seguir el tic-tac del reloj.
Saber esperar consiste en saber ganarle la batalla al tiempo. Ser más astuto que él, aunque acabe matándonos a todos. Y aquel que consigue burlar al tiempo puede sin lugar a dudas sentirse como un dios. Mi comadre esperaba ansiosamente una respuesta que nunca llegó. Y saber aceptar esto, también es parte de atraverse a echarle un pulso a la espera. Pero por supuesto al día siguiente ya había retado al destino a más adivinanzas, tantas que le abrumaban, aunque no dejaba de sentir el vacío que provoca cada pregunta no contestada. Tuvo tiempo suficiente para reflexionar sobre aquel final en falso, aventurar por qué no había llegado el desenlace. Echarse la culpa a sí misma, echársela a los demás. Reafirmarse en que la pregunta estaba más que bien formulada, y acabar decidiendo que era el momento de seguir adelante. Tuvo tiempo para todo ello mientras no perdía de vista el resto de sus incógnitas no resueltas. Había vencido el dolor que conlleva la espera y a la espera misma. Después de mucho tiempo, cuando aquella petición muerta volvió a su mente, no pudo por menos que repasarla. Sintió un escalofrío cuando reparó en que sólo habían transcurrido veinticuatro horas desde que la pregunta había sido hecha.
A mi comadre ya no le importa la espera. No puede desesperar. Ha pasado con honores la prueba. Mi duda es si no ha hecho trampa en el examen.
Maravillosa y críptica reflexión 🙂
Estupendo analísis sobre una evidencia. El tiempo lo mide la ansiedad de la espera.
Un placer leerte. Eres una ventana abierta al pensamiento.
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