Y allí estaba yo. Dispuesta a matarlos a todos. Metafóricamente, se entiende. Era la primera vez que iba a «paintbolear». No es que ésta sea una actividad prototípicamente americana, aunque lo es de nacimiento, pero está claro que aquí lo viven como en ningún otro sitio.
Yo soy una no competidora nata. Sé que es difícil de creer porque siempre estoy metida en competiciones de todo tipo, pero la verdad es que siempre me ha dado bastante igual ganar o perder. Ahora, eso sí: odio ser la notas del grupo y, ay, cuántas veces el destino se pone en contra de mi empaque.
Lo han adivinado. Llego allí y lo primero que compruebo es que los velcros de mi chaleco no funcionan. Sí, amigos, sí, mi más importante utensilio de protección y defensa parece la versión militar del traje de Salomé en Eurovisión. Se me va para todos los sitos. Cada vez que me muevo semeja las faldas locas de un derviche. No me creo mi mala suerte y como buena española siento tanta vergüenza ajena por mí misma que me aguanto y no digo nada. Sólo me falta atarme el sofisticado equipo con una cuerda alrededor de la cintura, en plan Cantinflas. Bueno, no pasa nada. Venga, vamos a entrenar un poco para ganar el combate. Allí nos subimos a lo alto de una montaña, siguiendo a nuestro instructor que debe tener, calculo, unos quince años. En serio que no sé siquiera cómo sentirme con respecto a este pequeño detalle. Entramos en el campo de entrenamiento, disparo como quien no quiere la cosa, con gracejo displicente, pasaba por aquí, y mi bola llena de pintura cae exactamente a un metro de mis pies. No quieres caldo, dos tazas. Mis amigos americanos empiezan a *descojonarse*. Clamo al cielo en silencio. El instructor se acerca. Le da cincuenta mil vueltas a la cosa, véase, al rifle. Puedo ver cómo le florece el bigote mientras hace la inspección. Efectivamente mi rifle no tiene aire. Al final, después de mucho ronear, me suelta la cruda realidad: él no va a ir llenarme la botella y no puedo hacer el entrenamiento.
Me salgo del campo de batalla cabizbaja y meditabunda. Mi peor temor se ha cumplido. Sin entrenamiento, no voy a tener ni idea de qué hacer cuando llegue la auténtica batalla. Es como ese sueño que tienen los actores en el que hay que salir a escena y no sólo no te sabes el papel, sino que tan siquiera sabes en qué obra estás trabajando. Bueno, casi. Me veo en blanco. Bajo a la base arrastrando los pies y allí me encuentro un panorama imponente. Debemos de ser tres mujeres entre cien hombres. Lo que en inglés se llama, y perdonen la grosería, un “sausage party”. El mejor lugar del mundo para ligar si no fuera porque no pueden quitar los ojos de sus rifles y de los rifles de los otros. No sé si me explico. Testosterona en estado puro. Cien hombres cuyas edades van desde los quince a los cincuenta años. Yo me he puesto mis peores vaqueros para ir al lodazal, pero veo que aquí son profesionales, muy profesionales. Banderas americanas cosidas a los uniformes por doquier. Vienen todos vestidos de camuflaje, con sus botas militares y sus propias armas. Hasta hay uno que se ha traído uno de esos atuendos con flecos para la jungla y va enganchándose en todos los sitios. Me dan ganas de decirle que no sude tanto, es inútil: todos podemos verle. Pero me da miedo que se lo tome a mal y me atice un culatazo. Lamento no haberme traído algún atuendo que me identifique como española, para que se note, se sienta, pero quién se iba a imaginar tanto patriotismo en este país.
Jamás en mi vida he estado tan cerca del ambiente para-militar. Están sudorosos. Con una pierna apoyada en el banco limpian con esmero sus adminículos. Se atan la bandana una y otra vez alrededor de la frente hasta el encontrar el acomodo perfecto. Algunos bromean y amagan peleas. Otros están callados, mirando al horizonte. Son en general, hermosos, bien proporcionados, y están serios, muy serios. Me encuentro entre todas las razas posibles y me reafirmo en la verdad absoluta de que no hay un ser humano feo. Y en la espera me doy cuenta de que no sabemos qué va a pasar ahí arriba. Y aunque es sólo un juego, entiendo la incertidumbre y casi puedo anticipar el dolor. Y una vez más entiendo lo ridículo de pensar que hay una sola situación simple en el mundo.
Por fin nos llaman para empezar a combatir. Me aseguro de que tengo bolas llenas de pintura suficientes como para hacerle la vida imposible a alguien. Mientras esperamos, a alguien se le dispara el rifle. “Friendly fire”-, gritan y se oyen unas risas. Pero pocas, la adrenalina ya está haciendo efecto. Se trata de tomar una fortaleza en lo alto de la colina. Me toca estar entre los atacantes. Ha llovido mucho estos días y es imposible no caer en algún charco lleno de barro. Ya estoy totalmente pringada y con mi chaleco flojo yo también me voy enganchando cada dos por tres. Así es imposible avanzar. Intento subir de posición en posición pero, por Dios, hay bolas amarillas volando en todas las direcciones. No sabes de dónde van a venir. Esto es un caos. Es totalmente imposible establecer una mínima estrategia. Además, nuestras “balas” pesan tan poco, que no hay manera de acertar con el objetivo. Básicamente, apuntas a un farol y matas a una vieja. Es muy frustrante. Es como la vida: disparar te obliga a exponerte. Consigo llegar hasta la fortaleza. Pero sinceramente, no tengo lo que hay que tener para entrar. Sé que en cuanto cruce el umbral me van a poner amarillo pollo. Aunque sólo sea por estadística. Bien es cierto que es imposible acertar con estas armas, pero cuando diez personas te están disparando a la vez, hay bastante probabilidad de que alguna acierte de chiripa. Me quedo apoyada en el muro exterior resoplando con angustia. Tengo el casco todo empañado. No veo ni gorda. Adivino como un macizo se apuesta al otro lado del portón y me empieza a gritar. Me grita en inglés, me hace gestos, se señala los ojos, señala mis ojos, ¿me está pidiendo el teléfono? Al final deduzco que es que quiere entrar y que yo le cubra. Y le cubro con todas mis fuerzas. Le cubro como si me fuera la vida en ello. Pero vuelve a salir “muerto” a los treinta segundos. Dudo de mi cobertura. El tipo me mira mal.
Y llega mi momento. No sé ni de dónde, ni cómo, ni por qué, alguien me alcanza. Siento un dolor agudo en la mano. Dirijo la vista a mis nudillos y allí está la temida pintura amarilla. Es inmediato. Se me pone la mano como un morcón del Bierzo en cuestión de segundos y claramente se distingue un perfecto círculo amoratado cuya circunferencia está señalada por diminutos puntos rojos de sangre. Es la marca del fracaso. Estoy muerta. No hay vuelta atrás. Levanto los brazos en señal de rendición y me dispongo a cruzar el campo con paso fúnebre de descalabro. ¿Y saben qué? Increíblemente ahora todo el mundo acierta y absolutamente todos los combatientes empiezan a apuntar a mi anatomía con resultados sorprendentes. En un minuto tengo el trasero como un traje de faralaes. Bueno, al final se notó que España estuvo presente.
¡Qué bien te lo pasas Alejandra! Y cuanta gracia y sentido del humor destila tu persona y tu escritura. Me alegro de que tu dorado destierro te permita vivir tantas experiencias, Incluso lúdricas, que también son necesarias. Biquiños dese el calor otoñal de Ourense.
Eso te pasa tres días antes de jubilarte.
No se pueden permitir faralaes en determinados lugares. Para la próxima colócate un sistema antimissiles y lleva un tanque.
Me gustaría estar allí, más que nada por eso de los macizos. ¡Qué suerte! ¡Existen todavía!